En un pueblo muy pequeño,
sobre una montaña muy alta, vive Micaela. A ella le gusta sentarse todos los
días en el mismo banco, el que se alza sobre el acantilado, para intentar ver
más allá del pueblo, reconocer algún color sobre la playa o descubrir alguna
figura familiar al otro lado de la montaña, pero nunca ve nada. La culpa la
tiene esta niebla, densa y pesada, que todo lo cubre.
Piensa que este lugar es
privilegiado para ver el mar, sentir la brisa, oler la hierba fresca y el musgo
sobre las rocas, pero ella nunca ve nada. Aún así le gusta sentarse aquí cada
día. A veces le surgen imágenes difusas de cuando vivía allí abajo y no aquí
arriba, casi al borde del precipicio, pero se pasan rápido. Otras revive
momentos de su infancia, junto a su madre y puede sentir aquel penetrante olor
a lavanda y hierbabuena cruzándose una vez más en sus sentidos, se relaja y
trata de ver su cara, pero no es capaz, la imagen es borrosa. Le embarga la
pena y trata de animarse observando un nuevo pensamiento. Risas de niños
jugando libres bajo los árboles, sus hijos. Son una pequeña parte de nosotros mismos
que lanzamos al mundo para que vivan con alegría, sabiendo que también los
estamos obligando a enfrentarse a nuevos miedos y sufrimientos que no esperan.
Sus hijas suben a
visitarla de vez en cuando. Se sientan un rato con ella en el banco junto al
acantilado y luego se van. Conversan poco, ellas le hablan y Micaela no dice
casi ninguna palabra, le gusta escuchar. La mayor, que se llama Rosa, le suele
traer algún guiso de los que le gustan, pero nunca lo prueba, lo deja apartado
a un lado para luego hasta que al final acaba en la basura. El apetito le está
abandonando, igual que sus recuerdos, pero disimula para no preocuparla.
Carmina es la más joven de las tres, es animosa y en apariencia se parece a su
madre, con el cabello fino y oscuro y la piel clara, sus ojos azules parecen
dos cuentecitas de collar, pero son risueños. Ella le acaricia con suavidad la
mano, se recuesta un poco en su hombro y le susurra al oído palabras que
Micaela no comprende del todo. Solo suspira profundamente para que su hija se
quede tranquila y mientras se acuerda por un momento de Jacinta. Apenas viene a
verla. Le manda de vez en cuando alguna carta y se queda pensando qué dirán
esas letras, se imagina que pone que ella
y su familia están bien y que pronto la visitarán. Luego, cuando vienen las
otras dos, se ofrecen a leérsela, pero Micaela no quiere, prefiere quedarse con
lo que cree que pone, por si acaso la verdad no le gusta tanto.
La tierra fresca bajo los
pies y el olor de azahar mezclado con el de los caballos que trotan por el
valle, interrumpe sus pensamientos. Será un día hermoso para pasear, pero
aunque el cielo esté más claro de lo normal, ella alrededor sólo ve niebla.
Poco a poco oscurece, el
humo que sale por las chimeneas se mezcla con la niebla y la campana de la
iglesia del pueblo anuncia que es hora
de cenar. Huele a sopa caliente y algo le empuja a marchar a ella también para
comer algo antes de irse a dormir.
Dentro de su pequeña
casita sólo hay una cama junto a la ventana, una minúscula silla para sentarse
al lado y un armario chiquitito en la otra pared. Sus cosas más preciadas las
guarda dentro de un viejo baúl de color azul. Tiene una radio pequeña que
funciona con pilas y por la noche la enciende para oír un rato las noticias que
ya no le importan por que pertenecen al mundo que hace tiempo olvidó.
A veces en mitad de la
noche, abre los ojos y en la oscuridad intenta ver lo que le rodea. Fuera,
desde la ventana, se ve la luna y las estrellas centellear en el cielo, se oye
el sonido del silencio que es como música de viento y grillos. El peso de la
gruesa manta sobre su cuerpo hace que se sienta protegida y lentamente, como a
saltos, vuelve a la inconsciencia.
Progresivamente regresa al
sueño que había dejado atrás, siempre el mismo cada noche. Lleva un vestido
blanco hasta los pies y camina descalza por un sendero repleto de hojas secas
que le conduce hasta un espejo de cuerpo entero donde se reconoce a sí misma y
se da cuenta en ese momento que no lleva puestos los zapatos. Piensa que los ha
perdido por el camino. Escucha como la llaman por su nombre, mira a su espalda
y no ve a nadie y cuando vuelve la vista al espejo su imagen se hace difusa
hasta desaparecer. Vuelve a estar despierta.
Hay alguien en su habitación, está
descorriendo las cortinas para que entre la luz. Es una joven que amablemente
la ayuda con delicadeza a que se incorpore despacio en la cama, le acerca su
silla de ruedas y una vez vestida la acompaña hasta el comedor con los demás
internos. Ella la mira desde una distancia prudencial al principio, tratando de
recordar de qué la conoce y finalmente se recuesta apacible.
La sirena que avisa de que
es la hora de desayunar empieza a sonar y
por el pasillo la gente pasa despacio, unos se saludan y otros no.
Muchos le sonríen y le preguntan cómo está, ella mira al infinito y no dice
nada.
Micaela vuelve a sus pensamientos, a
sus recuerdos de la infancia mientras observa desde el borde del precipicio y
sentada en su banco el atardecer. Quiere que la niebla que no le deja ver el
mar con claridad se vaya, sin saber que es la niebla del olvido.
Precioso relato, hermoso y terrible al mismo tiempo.
ResponderEliminarPrecioso relato, hermoso y terrible al mismo tiempo.
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