Escribiendo sobre agua.

Escribiendo sobre agua.

jueves, 13 de noviembre de 2014

PASOS SOBRE SU CABEZA

El pulcro silencio que envolvía la casa tan sólo era interrumpido por el tic tac procedente del reloj de cuco situado en el salón del té. No en vano, era la hora en la que el Señor Cleaver aprovechaba para descansar. Esa tarde, más que ninguna, debía estar despejado a la llegada de la visita que esperaba. Afortunadamente George y Margarette jugaban entretenidos en sus alcobas. De lo contrario habrían estado alborotando toda la casa y hasta el servicio habría estado ausente de sus obligaciones. Era imprescindible que el encuentro fuese agradable, deseaba causar buena impresión. El sonido del reloj anunciando las cinco lo sacó de su ensimismamiento; “estará a punto de llegar”. Se dijo a sí mismo. Tan solo un minuto después, Harold, acudía a su puerta anunciando:

-Señor, la señorita Rhianne le está esperando en el vestíbulo.

-Gracias Harold. Por favor, hágala pasar a mi despacho, iré enseguida.

-Como desee, señor. – Contestó el mayordomo y seguidamente desapareció como si nunca hubiera estado allí.

Anette Rhianne era una joven de buena familia, criada al este de Philadelphia y educada en los mejores colegios para señoritas de todo el país. A su atuendo recatado y a su semblante aniñado lo acompañaba un camafeo adornado con incrustaciones de plata, en su interior una imagen del Sagrado Corazón se guardaba celosamente protegido; amuleto muy apreciado por su dueña que siempre llevaba consigo. La muchacha miraba a su alrededor entre sorprendida y encantada. Sentada tímidamente en el borde del sillón estilo Luis XVI, no podía apartar la vista de cada uno de los libros que llenaban las estanterías, los cuadros que cubrían las paredes y los adornos más bellos que jamás hubiera visto. Era evidente que el señor Cleaver era un hombre culto, con mundo y de costumbres estrictas. Ningún objeto parecía estar fuera de su lugar exacto, encajaba a la perfección en su sitio y cualquier otra ubicación hubiera sido un error. Ni una sola mota de polvo amenazaba con romper el brillo de los muebles, de madera fuerte y ornamentos delicados. Una alfombra persa cubría el suelo de mármol y una Plectranthus Ciliatus junto a la ventana, detrás de la mesa de roble, daba el toque de vida a la estancia.

De pronto la puerta se abrió, sobresaltando a Anette que se puso en pie inmediatamente. Un rubor embarazoso acudió a sus mejillas, como si se la hubiera descubierto haciendo algo malo. Un hombre de aspecto solemne y moderada estatura hizo su entrada, la saludó con un gesto de cabeza y le dijo:

-Buenos días Señorita Rhianne, es un placer conocerla. Por favor, siéntese.

El caballero sacó del bolsillo de su chaleco una pequeña llave con la que abrió un cajón de la mesa. De él extrajo un sobre y se lo entregó a Anette.

-Este es el pago de su salario para todo un mes.

La muchacha quedó perpleja ante tal ofrecimiento y solamente acertó a decir:

-Es usted muy amable, pero quizá sea demasiado; ni siquiera conozco a los niños. Puede que cuando me ponga a prueba no sea de su agrado.

-Eso no ocurrirá.- Contestó rotundamente su interlocutor – Las referencias que la avalan son lo único que necesito para saber que usted es la persona que busco.-

A continuación, ambos salieron del despacho y él llamó al ama de llaves. Ésta acudió sin dilación a su encuentro para recibir instrucciones:

-Por favor Camile, acompañe a la Señorita Rhianne a su dormitorio y atiéndala en todo lo que precise. Cenaremos a las siete. Avise a mis hijos, los quiero listos en el comedor a esa hora.

-Sí señor.- Contestó humildemente sin mirarle a los ojos. Educadamente solicitó a la joven: -Por favor, señorita, acompáñeme, es por aquí.-

Las dos mujeres se adentraron por un pasillo que parecía no haber sido nunca transitado. A ambos lados se disponían puertas y más puertas, cerradas a cal y canto y al fondo una escalera sugería la dirección en la cual debían seguir, hacia el piso de arriba. De no ser por los grandes ventanales que vestían las paredes podría decirse que andaban dentro de un túnel sin principio ni final. Una vez llegaron a los aposentos que debían convertirse en el espacio íntimo de Anette, el ama de llaves descorrió las cortinas permitiendo que la luz entrase convirtiendo lo negro en blanco y pintando lo gris de vivos colores. La alcoba estaba deliciosamente decorada y una cama de estilo romántico ocupaba la pared más ancha dejando espacio suficiente en el centro de la habitación, de modo que dos o más parejas pudieran bailar el vals sin chocarse unas con otras. Camile observó el deleite en los ojos de la chica, se ofreció a ayudarla por si precisaba algo más y a la respuesta negativa de ella, salió con paso cansado hacia el corredor, cerrando cuidadosamente la puerta tras de sí.

Anette se asomó por la ventana apreciando la extensión del terreno, cubierto por un manto de algodón. La plantación no le había parecido tan inmensa desde el carruaje; era obvio que el Señor Cleaver debía de ser un hombre muy poderoso.
En las dos horas siguientes, la joven ocupó el tiempo en deshacer el equipaje, acomodarse a su gusto, colocar sus pertenencias y prepararse para la cena. Decidió cambiarse de vestido; el que había llevado durante el viaje no era apropiado. Optó por uno de color verde pistacho, con mangas abombadas y encaje alrededor del cuello. El camafeo ocupaba un puesto de honor sobre su pecho.

Mientras ultimaba los detalles, en el comedor la vajilla de porcelana y los cubiertos de plata ya estaban colocados en sus puestos sobre la gran mesa vestida con el mantel de seda china. Cuatro sillas esperaban a sus comensales y justo en el momento en el que el reloj del salón daba las siete en punto, Cecilia entraba en la estancia con George y Margaritte de la mano. Cada uno se sentó en su sitio, observaron cómo estaba dispuesta la mesa y se cercioraron de que había un plato de más. El niño, que era el mayor, miró a su hermana y le susurró:

-Tenemos visita Margarette, me pregunto quién podrá ser.

La niña, que ya había comenzado a juguetear con el lazo azul de su vestido le contestó:

-Quizá sea un amigo de padre.

George se disponía a contestar cuando la puerta del comedor se descorrió y dejó paso al Señor Cleaver, quien obsequió con una mirada glacial a su hijo y con una leve sonrisa a su hija. Con un gesto ligero llamó al mayordomo:

-Por favor, Harold, dígale a la Señorita Rhianne que entre.

Anette se había mantenido unos minutos en el rellano a la espera de ser llamada. En el momento de hacer su aparición, a George se le escapó una mueca de disgusto que fue recompensada con el ceño fruncido de su padre. Lentamente la joven se acercó a la mesa y en el momento de sentarse sintió el desdén que el rostro del niño desprendía hacia ella. Margarette, por su parte, no le quitaba la vista de encima, escudriñando su pelo, su cara, sus manos, su vestimenta. Le parecía una dama de otro tiempo. La comparaba con su difunta madre y de ninguna manera se parecía a ella. El cuadro que presidía la chimenea así lo corroboraba. Anette era de tez más pálida, sus cabellos dorados se recogían en un moño bajo y sus andares eran delicados y silenciosos. La madre de la niña, en cambio, había sido una mujer robusta, con el pelo más oscuro, que siempre llevaba semisuelto sobre los hombros. Era un torbellino de energía que llenaba cualquier espacio donde se hallase.

El sonido del agua vertiéndose en cada vaso, rompió el silencio incómodo que envolvía el momento. El Señor Cleaver hizo los honores siendo el primero en probar el suculento cochinillo, que tan sólo con su olor ya hacía las delicias de todos los paladares. Los niños se lanzaron como fieras sobre sus platos, sin reparos ante la mirada desaprobadora de su padre y los ojos analíticos de Anette. Ella aun se resistía a probar bocado, acababa de adivinar que no la habían contratado solamente para dar clases de cultura general, aritmética y francés; sino también de buenos modales.

Avergonzado por la escena, el Señor Cleaver desvió la atención hacia la propia conducta de la institutriz:

-Señorita Rihanne, ¿no le gusta el cochinillo asado?

Anette abandonó sus pensamientos para contestar:

-Disculpe Señor Cleaver, el viaje debe haberme dejado sin apetito. Desde luego tiene una pinta estupenda, pero el cansancio me puede más que el hambre. Espero no molestarle sin les acompaño sin participar. – Hizo una pausa para continuar: -En cambio, si no es inapropiado, me gustaría mantener una breve conversación con estos dos jovencitos, puesto que mi presencia aquí es por ellos.-

El Señor Cleaver asintió muy complacido a tan discreta petición:

-Por supuesto, es su obligación.

Tras estas palabras, llamó al mayordomo con el ademán tan familiar con que solía hacerlo. Solicitó que se acondicionara su despacho debidamente, ya que el postre lo tomaría allí. Seguidamente exigió atención a sus hijos ante lo que tenía que comunicarles, a lo que ellos reaccionaron dejando los cubiertos sobre la mesa y agachando la cabeza a la espera de lo que les tenía que decir.

-La Señorita Rihanne será vuestra institutriz. Aún sois demasiado pequeños para dirigiros por vuestra cuenta y por otra parte, demasiado mayores para seguir como ignorantes salvajes. Sin una debida instrucción, lo segundo no podrá solucionarse para que lo primero sea posible. – El padre de los niños siempre hablaba así a todo el mundo, sin importar quién tuviera delante. A pesar de no entender completamente el significado del mensaje, la idea estaba clara en sus mentes y por fin comprendieron por qué había un cubierto demás sobre la mesa cuando se sentaron a cenar.

Dicho esto, se levantó con cuidado de no arrastrar la silla y salió del comedor, no sin antes mostrar a Anette su aprobación.

Durante unos breves minutos, lo único que resonaba en la estancia eran los pasos de Camile alejándose hacia la cocina con el servicio del señor entre las manos. A su vez, la institutriz escrutaba a los niños hasta que éstos reanudaron su inadecuado comportamiento. Sin inmutarse ante la indiferencia que ambos le mostraban, se puso en pie, agarró sendos platos y arrojó su contenido de nuevo a la bandeja de servir. Les quitó los cubiertos y mientras ellos la miraban sorprendidos les dijo:

-Si os comportáis en la mesa como animales, merecéis que os traten como a tales, por tanto, no veo necesidad de que uséis ni cuchillo ni tenedor para comer. Podéis hacerlo si queréis con las manos. Irá más acorde con vuestros modales.

George reaccionó con una carcajada que asustó tanto a su hermana que la hizo llorar. No era una risa burlona, sino la de un niño al que tal hazaña le resultaba divertida. Consoló durante un momento a Margeritte y procedió a exclamar:

-¡Me gusta usted, Señorita Rihanne! Me recuerda a alguien. No se preocupe por Margeritte, se asusta con facilidad, se le pasará enseguida. – Sus ojos azules revelaban cierta simpatía hacía ella. - ¿Cuándo empezaremos con las clases? –

-La lección acaba de empezar. Mañana saldremos al jardín para continuar. Ahora es mejor que toméis el postre y os vayáis a la cama sin demora. Será un día intenso.

El tono suave pero firme con el que se dirigió a sus pupilos, trasmitía cariño a la vez que disciplina. Margeritte ya no lloraba y con su vocecita dulce de cuatro años le pregunto: -Señorita, ¿cuánto tiempo se quedará con nosotros?

A Anette le enterneció que la niña se preocupase por tal cuestión; francamente tampoco ella se lo había planteado. Dio por hecho que la pobrecita estaba escasa de atenciones afectivas, por lo que la cogió entre sus brazos amorosamente y le contestó sin dudar: -Todo el que tú necesites Margeritte.

Durante la primera noche en la mansión del los Cleaver, Anette sólo era capaz de pensar en si antes de su llegada allí, otras institutrices habrían ocupado su lugar o si ella sería la primera. Siendo así, es posible que la muerte de la Señora Cleaver, estuviera reciente. Margeritte le parecía una niña triste y George un niño muy espabilado para su edad. El padre se preocupaba de ellos de la misma forma que antes de ser viudo y no alcanzaba a entender que ahora él debía darles lo que una madre ya no les podía ofrecer.

Tras los cristales entornados, la noche era espesa e incluso el umbral de la ventana se antojaba tétrico. Ni siquiera el alegre festón que decoraba el lateral de cada marco, era capaz de diluir la tonalidad parda que se había instalado en el silloncito junto al mirador. Anette no podía apartar la vista de la oscuridad, tratando de sumergirse en ensoñaciones que no llegaban. Los viejos muebles que la acompañaban le hablaban con sus crujidos y sin apenas darse cuenta, comenzó a escucharlos.

Susurros indescifrables acudían a sus oídos. Eran canciones entonadas por voces en la sombra. Anette notaba como su respiración se agitaba, trataba de tranquilizarse pero su pulso no atendía a razones. Un miedo irracional casi había conseguido paralizarle cada músculo de su cuerpo. Se dijo a sí misma que si rezaba con fervor hallaría la fuerza suficiente para levantarse y caminar hasta el tocador donde se encontraba su valioso camafeo. Entre plegarias temblorosas puso los pies en el frío suelo de la habitación. Se le erizó el vello en los brazos dentro de su aparatoso camisón y a pequeños pasos alcanzó el objeto tan preciado. Una vez lo tenía en su puño, pasos sobre su cabeza empezaron a sonar.

Tenía entendido que ella era la que ocupaba el lugar más elevado de la casa hasta el momento, pero recordó que unas retorcidas escaleras al otro lado del pasillo, conducían hasta un piso superior. Salir al corredor le producía un espanto incontrolable; aún así optó por ello, ya que permanecer en su dormitorio le resultaba todavía más insoportable.

Alumbrada por la llama de una vela, traspasó el límite con el exterior. Se guiaba apoyándose en la pared con cuidado de no chocar con los cuadros a su paso. Trataba de distinguir en la oscuridad el principio de la escalera, pero la tenue luz era insuficiente. También ahí escuchaba pisadas en el techo y el terror se apoderaba de ella a cada paso. A mitad de camino se paró para mirar hacia atrás y vio como una figura difusa salía de su alcoba. Una corriente de aire apagó la vela y Anette se desplomó en medio del pasillo. El resto de la noche, la pasó allí como una bella durmiente.

Sin saber cómo había llegado hasta allí, Anette se despertó cuidadosamente arropada en su cama. Flores frescas adornaban el tocador y la luz brillante del día procedente del exterior se reflejaba en el espejo que tenía frente a ella. Alcanzó su bata y se levantó despacio de la cama, la cabeza le dolía y recordó entonces que había caído desplomada en el pasillo la noche anterior.

Los gritos de los niños en el jardín la alertaron de que tenía un cometido que cumplir. Sin más dilación se vistió a toda prisa y bajó las escaleras hacia el salón lo más rápido que pudo sin perder la compostura. Escuchó en la cocina la voz de Camile y se acercó para pedir disculpas; quedó profundamente sorprendida cuando vio un delicioso desayuno preparado sobre la mesa y al ama de llaves instándola a sentarse:

-Señorita Rihanne, siéntese por favor y coma algo, debe recuperar fuerzas.

-Pero…- no tenía palabras –los niños me están esperando, ya llego tarde.-

-Por eso no se preocupe, Cecile está con ellos.- Una sonrisa afable se dibujaba en su rostro.- Lo principal es que usted se reponga, son órdenes del señor.-

Viendo que no había discusión, se acomodó en la silla más cercana a la ventana, desde donde podía ver los grandes cedros mecerse libremente con el viento. Sin dejar de remover el café en su taza, pensaba en los extraños sucesos ocurridos apenas hacía unas horas y sintió como de nuevo se le helaba la sangre en las venas. Una vocecita dulce la trajo al momento presente:

-Señorita Rihanne, señorita Rihanne, por fin se ha despertado. Hace un día muy bonito, ¿viene con nosotros al jardín?

Anette sonrió satisfecha, jamás hubiese imaginado un recibimiento como aquel en una casa extraña y menos aún teniendo en cuenta que era una empleada más.

-Iré ahora mismo, mientras tanto quisiera que pensases en palabras que te gustan. Vamos a divertirnos un rato.

Margeritte la miraba con los ojos tan abiertos como podía y de inmediato fue a buscar a su hermano. Le había encantado la idea. En pocos minutos la institutriz acudió a su encuentro y empezaron con la lección, aunque para los niños asemejaba un juego.

-Bien, George, a ti te gusta la palabra “desván”, ¿me puedes explicar por qué?

El chico dio un respingo, no esperaba tener que explicarlo y su hermana le miró un tanto preocupada. En un principio mantuvo silencio agachando la cabeza, finalmente respondió:

-Es una palabra muy misteriosa.

A Anette le llamó la atención esa respuesta, la admitió por el momento y prosiguió preguntándole a Margeritte:

-Y a ti, ¿qué palabra te gusta a parte de “magia”?

La niña se quedó pensando unos instantes y contestó:

-“Mamá”.- Unas diminutas lágrimas empezaron a brotar de sus ojos.

Anette la tomó en brazos, y le limpió cariñosamente las mejillas. La pequeña no dejaba de suspirar, mientras tanto su hermano se mantenía serio sin decir nada. Durante un largo rato permanecieron así. Los ruidos que rodeaban la casa eran la banda sonora de un momento tan emotivo como aquel. Entonces la maestra fijó los ojos en lo alto del tejado y creyó distinguir una figura encarada hacia ellos. Se puso tan pálida que fue imposible pasar desapercibida delante del avispado George y éste le dijo:

-¿Lo ha visto verdad?

La joven institutriz fingió no saber de lo que le estaba hablando y comentó:

-Se está haciendo tarde, es agradable estar aquí, pero deberíamos entrar, ya es casi la hora del almuerzo.

-No debe tener miedo, no es lo que usted cree.- George le cogió la mano para tranquilizarla.

Ella le miró perpleja, ¿acaso él se lo podía explicar? Margueritte estaba sonriendo y complaciente animó a su hermano:

-Vamos George, es nuestra amiga, ella lo entenderá.

-¿Entender qué? ¿Qué está pasando?

El chico se puso en pie e invitó a Anette a acompañarlo, a su hermanita la embargaba la emoción.

Entraron en la casa por la puerta de atrás y subieron sigilosamente por la escalera de servicio hasta los aposentos de la institutriz, una vez allí, George cerró la puerta del dormitorio y se acercó donde estaba situado el tocador. Dio tres golpes secos en la pared y a continuación silbó. De inmediato se escucharon pasos en el techo, cada vez más cercanos y a continuación la pared donde estaba colgado el espejo se abrió como una puerta, dejando ver la entrada secreta.

Anette notó que de nuevo las piernas le temblaban, sintiendo su temor, ambos niños cada uno a un lado, le agarraron la mano con más fuerza. Ahora la curiosidad la embargaba más que el miedo.



jueves, 6 de noviembre de 2014

DÉJAME PENSAR

            ¡Ni que fuera tan sencillo escribir una novela! Miro el folio en blanco y el folio me mira a mí, es como si viera mi mente reflejada en él. Así es como estoy, en blanco, blanco nuclear diría yo más bien. Aún peor que no saber qué decir es tener una persona que te presiona todo el tiempo para que digas cosas que valga la pena publicar. “Escribe, vamos, ¡escribe!” me dice a cada momento. Mi editor piensa que mi ordenador es como la Termomix, escribo unas cuantas palabras, le doy a un botón, y “voilà”, ya está escrita la segunda parte del Quijote. Pero ¿cómo quiere que escriba si no hacen más que interrumpirme?

            Mi hermano Carlos vive en el piso de abajo, compartíamos la casa e incluso trabajábamos juntos hasta que tuve mi primer éxito con esto de la literatura y lo dejé para dedicarme en cuerpo y alma a mi vocación. La verdad es que me resulta difícil comprender cómo pude concentrarme en aquellos días para escribir, pero el hecho es que lo conseguí. Supongo que con mucha fuerza de voluntad y dedicación. No fue un camino de rosas, los dos somos muy diferentes y discutíamos con frecuencia. Unas veces por que él ponía la televisión demasiado fuerte y yo necesitaba silencio, otras por que yo pretendía dormir mientras él traía algún amigo y jugaban juntos a la Wii. Finalmente tuve que mudarme si quería un poco de concentración. Falsa concentración si lo pienso con detenimiento, ya que a pesar de nuestras asperezas no pude evitar buscarme un sitio que no estuviera muy lejos de él. Nuestra relación es de amor-odio, como bien se puede deducir de mi apresurada decisión y ahora estoy pagando las consecuencias.

            Mi horario laboral se compone de horas dedicadas a crear e inventar y por otro lado a contestar al teléfono y atender la puerta cuando tocan al timbre. Por lo general suelen molestarme al mediodía, que es cuando Carlos regresa del trabajo y, a pesar de que viene a saludarme, “sólo por ver cómo estás hermano, que si yo no subo no sé nada de ti” me dice siempre al verme, a mí se me hiela la sangre en las venas por que por lo general acaba instalándose en mi sofá con una cerveza en la mano procedente de mi frigorífico y no pone la tele por que no tengo, ya que me parece una distracción innecesaria, molesta y aburrida, pero si puede, husmea para ver qué es lo que hay de comer.  Me cuesta Dios y ayuda hacerle comprender que necesito intimidad y le echo con la mayor diplomacia posible. Él se acaba enfadando y dice que no va a venir más, lo cual es mentira ya que cada día se repite la misma historia y yo he optado por abrirle la puerta en días alternos.

            Todas estas interrupciones van minando mi capacidad de concentración. Así que poco a poco me he ido acostumbrando a escribir por la noche, aprovechando el silencio que la vigilia me ofrece e ingiriendo grandes dosis de cafeína para mantenerme despierto. Suelo escribir sin descanso hasta casi entrada la madrugada, cuando mis párpados me avisan de que ya no aguantan más e incluso en ocasiones lo que escribo empieza a carecer de sentido. El momento de irme a la cama lo abrazo como una bendición, me acurruco bien entre las sábanas y dejo volar mis pensamientos libres para que ellos solos dibujen  sus propias historias entre mis sueños. Se pasean como amos y señores por mi cerebro, saltan entre árboles de recuerdos y salpican mi imaginación de disparates que al día siguiente se ven reflejados de alguna manera en mis historias.

            A primera hora de la mañana, aún cuando el sol todavía no calienta, el teléfono me despierta bruscamente, lo busco por encima de la mesilla de noche desesperadamente, sabiendo que no callará hasta que conteste. A estas horas sólo puede ser una persona, mi editor. Contesto con desgana, balbuceando palabras a medio construir y del otro lado escucho una voz que me recrimina ásperamente el hecho de que todavía estoy en la cama. Escucho con paciencia sus reproches, mientras pienso que soy un incomprendido. Necesito las horas que necesito para que mis neuronas descansen, se oxigenen y trabajen al cien por cien con energías renovadas, sobre todo cuando se me han hecho las tantas juntando letras. Pero claro, esto último él ni se lo plantea y cuando por fin termina su discurso le doy los buenos días y me dispongo a empezar la jornada de la mejor manera posible.

            Tras un duro trance en el que me tomo un café, me despejo como puedo y ya estoy con las pilas puestas, justo cuando las musas me están susurrando lo que quiero oír, un pitido estruendoso me sobresalta. Miro el móvil con pánico, ¿y que tengo?, un wasap, ¿de quién?, de él. Es él, acecha en la sombra, se oculta tras una maraña de ondas invisibles que le han conducido a mí. Asomo de reojo una mirada recelosa al aparato, lo cojo como si me fuera a morder y leo “te he mandado un e-mail con la corrección del capítulo cinco”. Me tapo los ojos, como si pudiera esconderme, no quiero verlo, no quiero abrir ese correo electrónico por nada del mundo, pero tengo que ser fuerte.

            Me despido de mis queridos pensamientos hasta dentro de un rato y abro Internet. Trago saliva, entro en mi bandeja de entrada y allí está “correcciones capítulo cinco”, de Salvador. Un sudor frío me recorre la espina dorsal pero ya no puedo demorarlo más, hago dos clips sobre el encabezado del mensaje y veo el contenido. ¡No puede ser! Faltan páginas, envié veinte y me devuelven dieciséis, ¿qué han hecho? Lo han mutilado, me pregunto qué es lo que habrán desechado. Empiezo a leer apresuradamente, mi respiración se agita y mi pulso se acelera, creo que me estoy mareando.      

            Decido levantarme e ir a por un vaso de agua a la cocina, a ver si me tranquilizo. Camino por el pasillo con los puños cerrados y las venas del cuello en tensión y de pronto…El sonido infernal del teléfono, ya me está llamando, es él, no he mirado quién llama pero lo presiento. Quiere saber qué me parecen “los arreglillos” como él los llama. Mejor no se lo cojo, estoy demasiado nervioso, le llamaré después, cuando acabe de leer el regalito que me ha enviado de buena mañana.

            Me siento de nuevo frente al ordenador, como un vaquero que mide las fuerzas a su adversario. Estiro los dedos, hago crujir los nudillos y me lanzo a enviar una respuesta a Salvador, el corrector, el listillo que se ha comido más de quinientas palabras de mi texto, me va a oír, mejor dicho, me va a leer.

            Al acabar mi réplica, repaso minuciosamente la contestación a su sentencia, no estoy de acuerdo con todo lo que me ha sugerido, pero he de reconocer que una opinión externa ayuda bastante a pulir el trabajo. Definitivamente no he sido demasiado duro con él.

            Cierro el correo electrónico, apago el ordenador y me quedo mirando al infinito por la ventana unos minutos. Empiezo a darle vueltas a los últimos acontecimientos de mi vida. ¿Qué te parece? Cuando me dedicaba a limpiar ventanas en los rascacielos más altos de la ciudad, la adrenalina no me subía tan deprisa como ahora con un simple e-mail. Y eso que estar a más de cien metros de altura del suelo no es para tomarlo a la liguera, pero nada en comparación con lo que siento cuando escribo, el estado de emoción es tan alto que no se puede explicar. Esto sí que me produce vértigo de verdad. Noto una especie de hormigueo que me sube por la nuca, se enreda entre mi pelo y se instala en mis sienes, es como si comenzase un partido de tenis entre una y otra y la pelota fuese la idea principal. De un lado a otro va desprendiendo diminutas partículas que son la esencia que irá dando forma al texto. Luego se empiezan a enlazar en espiral como la cadena de ADN.


            Creo que ya viene, lo noto, sí, está llegando, la inspiración ya está aquí. Pero están tocando al timbre, será mi hermano Carlos que vuelve al ataque, no le pienso abrir. Ahora necesito aprovechar este momento. Lo primero que voy a hacer es apagar el teléfono, será como poner el cartel de “no molestar” en la puerta de mi habitación de hotel. Quiero pensar que los que escuchen al otro lado de la línea el mensaje de “está apagado o fuera de cobertura” captarán la indirecta. Necesito intimidad conmigo mismo. El mundo se está convirtiendo en un lugar ruidoso y sin respeto por el tiempo de los demás. Siento que para volcar el contenido de mis pensamientos en ese folio blanco y frío, que me observa impasible y a veces hasta se ríe de mí, necesito fundirme con el entorno, escapar de mí mismo y verme desde fuera, como un elemento más del espacio que me rodea.