Escribiendo sobre agua.

Escribiendo sobre agua.

jueves, 10 de septiembre de 2020

 

LA PROTEGIDA DE LOS DIOSES



Desesperada por verse correspondida, a Safo lo único que la consolaba era recitar poemas acariciando las cuerdas de su lira. La melodía se entrelazaba con los versos, volando juntos en el viento. Su alma sentía esa unión como la experiencia carnal que tanto deseaba.

Para deleite de sus ojos en aquella casa no faltaban  los adornos florales, delicadamente confeccionados y expuestos sobre la piel nívea de las servidoras de las musas. Sus cabellos resplandecían cual oro bajo los rayos del sol y al son de la música danzaban dibujando la libertad. Pese a tanta belleza que no le era negada, Safo tan solo había amado de verdad una vez y su corazón era de Lira, pero ella vivía ajena a ese amor.

Había nacido con el don de dormir despierta, por lo que su energía era inagotable. Aprendía los poemas de su mentora antes que ninguna de las discípulas y recordaba con precisión cualquier detalle sobre la vida de los dioses. Su maravillosa naturaleza había sido codiciada por Afrodita, quien la había bendecido con la plena juventud, pudiendo tener una larga vida durante la cual sería tremendamente hermosa y estaría sana hasta el día de su muerte.  Los padres de Lira eran Hipnos y Morfeo. Desde el Olimpo preservaban su integridad, ya que al reunir semejantes cualidades la adoraban más que a ninguno de sus hijos. En el momento de entregarla llegaron a un pacto con la diosa, quien la despojaría de la capacidad de sentir deseo pasional, enamorarse de ningún ser o sufrir a causa del amor. Así Lira viviría siempre bella, siempre célibe, siempre feliz.

Durante la noche Safo acudía a su alcoba para seducirla. Caminaba desnuda entre la oscuridad buscándola con anhelo, convencida de que si lograba abrazarla, haciendo que notase el calor de su cuerpo, podría despertar en ella el ansia que produce el contacto de piel con piel. Al apartar el dosel que protegía el lecho nunca la encontraba allí. Dentro de sus entrañas sentía un desgarro indescriptible de vacío. Las lágrimas le quemaban las mejillas resbalando por su cuello hasta deslizarse suavemente sobre las sábanas. Ella las besaba con ternura imaginando que era su abdomen, su espalda, sus senos. La nombraba en susurros y le cantaba al oído. Llegaban juntas al clímax, se enroscaban una sobre la otra y amanecían a la mañana siguiente repletas de gozo.

La soledad de Safo era un tormento indiferente para Lira, que siempre bailaba bajo el sol los sonetos inventados por su amada para ella. Safo se consolaba acariciando las cuerdas del instrumento bautizado con su dulce nombre y se emocionaba al ver en el aire a unos amantes imaginarios.


Relato publicado en "Mujeres que veo, mujeres que conozco. Relatos". 

Ed. Todo era junio. Eléctrico Romance 2019






jueves, 9 de marzo de 2017

EXTRAÑOS EN UN AUTOBÚS (HISTORIAS EN MINIATURA)

EXTRAÑOS EN UN AUTOBÚS

                No puedo dejar de mirarlo preguntándome qué hace aquí o si realmente es él. Cuanto más analizo su aspecto en busca de argumentos que respalden mis sospechas y doy más vueltas al asunto estoy cada vez más segura de ello. Ese rizo en su frente le delata, pero esas gafas de pasta me despistan un poco. Intentaré concentrarme en otra cosa, como esta revista sobre las nuevas tendencias del verano, qué colores tan chillones, pero vuelvo a mirar. Él ya no está aquí. No puede ser, el autobús no ha parado todavía, o sí, no sé. No se oye la música en el autobús, van a dar una noticia de última hora, parece que un incendio se está produciendo a dos manzanas de aquí, en la calle César Elguezabal. Me voy, me bajo ya, en la siguiente parada, si salgo corriendo no me lo perderé, porque algo me dice que al llegar encontraré la respuesta a mis preguntas.



Efectivamente, de entre toda la gente que se agolpa contra las vallas de contención y los bomberos apagando el fuego, una figura inconfundible sostiene entre los brazos a un persona medio inconsciente por el humo. Siempre había mantenido la opinión de que un mono azul ajustado al cuerpo con unos calzoncillos rojos por encima no podían quedarle bien a nadie, ¡menuda horterada! Pero me equivoqué, a él le sientan de muerte. ¿Qué hace aquí? A  tantos kilómetros de Metrópolis, ¿estará de vacaciones? No es tan extraño, a los americanos les encanta nuestro país. Me está mirando justo en este momento y sonríe con el rizo pegado a su frente y cada vez hace más calor y no sé si es por el incendio o porque es julio en Alicante o por qué será, pero empiezo a notar que mis piernas se están debilitando y que me estoy desvaneciendo. Además, ya no me da tiempo a coger el próximo autobús y necesito llegar volando al trabajo.

AZOTEA (HISTORIAS EN MINIATURA)

AZOTEA



-Reconoce públicamente que quien escribió la novela se llamaba Ernesto Gamez, murió antes de que se publicara y tú te atribuiste el éxito.-

Se me hizo un nudo en el estómago. No sabía qué contestar, aunque todavía era su palabra contra la mía.

-Pero no contabas con que me enviase a mí una copia del manuscrito.-

Puede que fuese un farol, pero… ¿Y si era verdad? Podría hundirme para siempre.

-Es imposible, eso nunca podrás demostrarlo. Ese libro lo escribí yo.-

-¿Ah sí…? Pues si tan bien conoces la trama, dime, ¿en qué te basaste para la conversación entre Paula y Carlos? ¿No se parece un poco a estos mensajes de wasap?-

A continuación me mostró, exactamente, el mismo diálogo que aparecía en la escena de la azotea. Con fecha de un año antes de la publicación a la novela.

La sangre me hervía en las venas, mi razón se nublaba y lo siguiente que recuerdo es una mujer cayendo al vacío y un grito ahogado en mi garganta.

El móvil seguía encendido, pero ahora solo grababa el silencio.

martes, 31 de enero de 2017

LA TABERNITA

Como de costumbre, el bar de Felix a estas horas está lleno a rebosar. Los funcionarios del juzgado toman, sin prisa, café solo en la barra; se mezclan con los operarios de la fábrica de hilo que llevan en pie más de cinco horas y precisan algo más contundente que la cafeína para mantenerse vivos.. Carmina prepara en la cocina bocadillos en serie y Pepe atiende las mesas sin despeinarse.
            Al fondo se juntan los de la partidita, la “Peña del Yayo”, cada uno con su carajillo en una mano y los naipes en la otra. Félix se acerca a ellos para ver quién va ganando, observa alrededor que todo el mundo esté servido y se sienta un rato a conversar con su amigos.
-¡Me tienes harto Ernesto! ¡Qué no me mires las cartas!- increpa Arturo.
-Siempre andáis igual, ¡vaya cuatro carcamales!- les dice Felix en tono sarcástico.
-¡Mira quién fue a hablar! El colegial.- responde Anselmo entre dientes con el palillo en la boca.
            Sin apartar la vista de la jugada anterior Higinio lanza al aire como si tal cosa: -¡Ay Felix…! Lo que tienes que hacer es jubilarte ya y unirte a nosotros. Que si la envidia fuera tiña…-
            El camarero se ríe hacía dentro y parece que los botones de su camisa le vayan a reventar, hasta que todos estallan en una sonora carcajada y la inmensa tripa de Felix rebota arriba y abajo. Los cuatro pelos que le quedan en la cabeza se le ponen de punta como por suerte de electricidad estática. Fatigado por la risa contesta: -Ya sabéis que por ganas no será, pero la idea de dejar el bar en manos de Miguel no me atrae lo más mínimo-
            Higinio levanta sus pobladas cejas, que más pesaban en su frente que las mismas gafas de miope y le mira por encima de ellas: -No me extraña, menudo pirata está hecho tu hijo. Yo creo que en una semana hunde el negocio. No te ofendas por lo que te voy a decir, ese de lo suyo sabe pero para llevar un bar no vale.-
            La hora del almuerzo está llegando a su fin para el resto de clientes. El local empieza a vaciarse gota a gota hasta que sólo han quedado los de siempre.
            La conversación continúa por boca del más anciano: -Ese chico es un gafe, lo que toca lo echa a perder-
-Oye Anselmo, un respeto que sea como sea es mi hijo- espeta Felix.
-Y un mandón sin criterio, – Es la voz de Ernesto- para un día que lo dejaste a cargo casi quema la cocina y al pobre Pepe lo llevaba frito con sus exigencias-
-Ese no sabe nada, es un tarugo. - Dice Higinio -  Yo no sé a quién habrá salido y que conste que no pongo en duda que sea hijo tuyo, que la napia le viene de herencia paterna y tu mujer es una santa, pero con lo trabajador que eres tú hay que ver; poco le gusta dar el cayo al chiquillo.-
-Bueno, ya vale, que lo estáis poniendo de vuelta y media y no está delante para defenderse- refunfuña Felix haciéndose el ofendido.
-Pensándolo mejor…, deja, deja Higinio, que no se jubile, a ver si va a ser peor.- Contesta Ernesto espiando disimuladamente la mano de Arturo otra vez. Éste le propina un puntapié por debajo de la mesa al que tiene al lado y responde:
-Chico, ¿y por qué no delegas en un encargado? Alguien que conozca a la clientela, que se maneje en este tinglado y que no te dé problemas.-
-¡Pepe es un buen candidato! – dice Anselmo pegando un puñetazo encima de la mesa con rotundidad – El muchacho lleva trabajando contigo más de veinte años, nos conoce a todos y nos sabe llevar a las mil maravillas, y mira que eso es complicado...- Lo dice con una sonrisa maliciosa.
            Felix pensativo mira a Anselmo fijamente con sus pequeños ojos verdes: – Hombre, lo que dices no está mal, pero aún si no traspaso, el peso de la responsabilidad seguiría recayendo sobre mí.-
-Pues dale un aliciente…, asóciate con él…, súbele el sueldo…, dale algo para que no se duerma en los laureles. – Arturo no deja de gesticular con las manos llevado por la emoción, mientras Ernesto no se rinde tratando de averiguar su juego. Parece que la patada en la espinilla ya se le ha olvidado.
-Lo que está claro es que como Miguel se encargue de este imperio nosotros acabaremos jugando al mus en la sede para ancianos de la casa parroquial. – Conviene Higinio.
El tiempo para el tramposo ha expirado, parece que hoy no es su día. Las cartas boca arriba sobre la mesa y Arturo recogiendo la recaudación así lo indican.
-Y tú arruinado Félix, fíjate lo que te digo. – dice Anselmo apuntando a su amigo con un dedo acusador
La estrecha mandíbula del tabernero se tensa, en el interior sus dientes se aprietan durante un momento para seguidamente decir en tono de reproche: -No seáis catastrofistas, que mi hijo tiene su propio negocio y sabe lo que es ser empresario. –
- Si tú llamas empresa a realizar reparaciones de trastos viejos y que no le de el sueldo ni para pipas…- Critica Higinio mientras baraja para la siguiente mano. Lleva la camisa mal abrochada igual que todos los días, desgastada del cuello y de los puños por el uso, ya desteñida a causa del paso del tiempo. No es la única que tiene en ese estado.
-No son trastos viejos sino aparatos electrónicos usados. – Rectifica ensalzando las dotes de su hijo.
Anselmo percibe que Felix se empieza a encoger y que las dudas le están carcomiendo las entrañas. Le pone la mano sobre el hombro con gesto amigable y le trasmite en tono suave su comprensión: -Vamos a dejar el tema y a centrarnos en otros asuntos más triviales, ¿te echas una compañero? –
            El tabernero observa que ha llegado el camión de Coca Cola y que Pepe atiende solícito al proveedor. El bar se ve limpio por que Paquita ha ido esta mañana a primera hora, no falta detalle en las mesas, el personal ocupa sus puestos y se da cuenta de que él no tiene ninguna orden que dar.

-¡Ché, vamos con esa partida! Pero reparte bien Ernesto que te he estado vigilando y siempre las das malas.- 

domingo, 3 de abril de 2016

LA NIEBLA DEL OLVIDO


En un pueblo muy pequeño, sobre una montaña muy alta, vive Micaela. A ella le gusta sentarse todos los días en el mismo banco, el que se alza sobre el acantilado, para intentar ver más allá del pueblo, reconocer algún color sobre la playa o descubrir alguna figura familiar al otro lado de la montaña, pero nunca ve nada. La culpa la tiene esta niebla, densa y pesada, que todo lo cubre.

Piensa que este lugar es privilegiado para ver el mar, sentir la brisa, oler la hierba fresca y el musgo sobre las rocas, pero ella nunca ve nada. Aún así le gusta sentarse aquí cada día. A veces le surgen imágenes difusas de cuando vivía allí abajo y no aquí arriba, casi al borde del precipicio, pero se pasan rápido. Otras revive momentos de su infancia, junto a su madre y puede sentir aquel penetrante olor a lavanda y hierbabuena cruzándose una vez más en sus sentidos, se relaja y trata de ver su cara, pero no es capaz, la imagen es borrosa. Le embarga la pena y trata de animarse observando un nuevo pensamiento. Risas de niños jugando libres bajo los árboles, sus hijos. Son una pequeña parte de nosotros mismos que lanzamos al mundo para que vivan con alegría, sabiendo que también los estamos obligando a enfrentarse a nuevos miedos y sufrimientos que no esperan.

Sus hijas suben a visitarla de vez en cuando. Se sientan un rato con ella en el banco junto al acantilado y luego se van. Conversan poco, ellas le hablan y Micaela no dice casi ninguna palabra, le gusta escuchar. La mayor, que se llama Rosa, le suele traer algún guiso de los que le gustan, pero nunca lo prueba, lo deja apartado a un lado para luego hasta que al final acaba en la basura. El apetito le está abandonando, igual que sus recuerdos, pero disimula para no preocuparla. Carmina es la más joven de las tres, es animosa y en apariencia se parece a su madre, con el cabello fino y oscuro y la piel clara, sus ojos azules parecen dos cuentecitas de collar, pero son risueños. Ella le acaricia con suavidad la mano, se recuesta un poco en su hombro y le susurra al oído palabras que Micaela no comprende del todo. Solo suspira profundamente para que su hija se quede tranquila y mientras se acuerda por un momento de Jacinta. Apenas viene a verla. Le manda de vez en cuando alguna carta y se queda pensando qué dirán esas letras,  se imagina que pone que ella y su familia están bien y que pronto la visitarán. Luego, cuando vienen las otras dos, se ofrecen a leérsela, pero Micaela no quiere, prefiere quedarse con lo que cree que pone, por si acaso la verdad no le gusta tanto.

La tierra fresca bajo los pies y el olor de azahar mezclado con el de los caballos que trotan por el valle, interrumpe sus pensamientos. Será un día hermoso para pasear, pero aunque el cielo esté más claro de lo normal, ella alrededor sólo ve niebla.

Poco a poco oscurece, el humo que sale por las chimeneas se mezcla con la niebla y la campana de la iglesia del pueblo  anuncia que es hora de cenar. Huele a sopa caliente y algo le empuja a marchar a ella también para comer algo antes de irse a dormir.

Dentro de su pequeña casita sólo hay una cama junto a la ventana, una minúscula silla para sentarse al lado y un armario chiquitito en la otra pared. Sus cosas más preciadas las guarda dentro de un viejo baúl de color azul. Tiene una radio pequeña que funciona con pilas y por la noche la enciende para oír un rato las noticias que ya no le importan por que pertenecen al mundo que hace tiempo olvidó.

A veces en mitad de la noche, abre los ojos y en la oscuridad intenta ver lo que le rodea. Fuera, desde la ventana, se ve la luna y las estrellas centellear en el cielo, se oye el sonido del silencio que es como música de viento y grillos. El peso de la gruesa manta sobre su cuerpo hace que se sienta protegida y lentamente, como a saltos, vuelve a la inconsciencia.

Progresivamente regresa al sueño que había dejado atrás, siempre el mismo cada noche. Lleva un vestido blanco hasta los pies y camina descalza por un sendero repleto de hojas secas que le conduce hasta un espejo de cuerpo entero donde se reconoce a sí misma y se da cuenta en ese momento que no lleva puestos los zapatos. Piensa que los ha perdido por el camino. Escucha como la llaman por su nombre, mira a su espalda y no ve a nadie y cuando vuelve la vista al espejo su imagen se hace difusa hasta desaparecer. Vuelve a estar despierta.

Hay alguien en su habitación, está descorriendo las cortinas para que entre la luz. Es una joven que amablemente la ayuda con delicadeza a que se incorpore despacio en la cama, le acerca su silla de ruedas y una vez vestida la acompaña hasta el comedor con los demás internos. Ella la mira desde una distancia prudencial al principio, tratando de recordar de qué la conoce y finalmente se recuesta apacible.

La sirena que avisa de que es la hora de desayunar empieza a sonar y  por el pasillo la gente pasa despacio, unos se saludan y otros no. Muchos le sonríen y le preguntan cómo está, ella mira al infinito y no dice nada.

Micaela vuelve a sus pensamientos, a sus recuerdos de la infancia mientras observa desde el borde del precipicio y sentada en su banco el atardecer. Quiere que la niebla que no le deja ver el mar con claridad se vaya, sin saber que es la niebla del olvido.