Escribiendo sobre agua.

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domingo, 3 de abril de 2016

LA NIEBLA DEL OLVIDO


En un pueblo muy pequeño, sobre una montaña muy alta, vive Micaela. A ella le gusta sentarse todos los días en el mismo banco, el que se alza sobre el acantilado, para intentar ver más allá del pueblo, reconocer algún color sobre la playa o descubrir alguna figura familiar al otro lado de la montaña, pero nunca ve nada. La culpa la tiene esta niebla, densa y pesada, que todo lo cubre.

Piensa que este lugar es privilegiado para ver el mar, sentir la brisa, oler la hierba fresca y el musgo sobre las rocas, pero ella nunca ve nada. Aún así le gusta sentarse aquí cada día. A veces le surgen imágenes difusas de cuando vivía allí abajo y no aquí arriba, casi al borde del precipicio, pero se pasan rápido. Otras revive momentos de su infancia, junto a su madre y puede sentir aquel penetrante olor a lavanda y hierbabuena cruzándose una vez más en sus sentidos, se relaja y trata de ver su cara, pero no es capaz, la imagen es borrosa. Le embarga la pena y trata de animarse observando un nuevo pensamiento. Risas de niños jugando libres bajo los árboles, sus hijos. Son una pequeña parte de nosotros mismos que lanzamos al mundo para que vivan con alegría, sabiendo que también los estamos obligando a enfrentarse a nuevos miedos y sufrimientos que no esperan.

Sus hijas suben a visitarla de vez en cuando. Se sientan un rato con ella en el banco junto al acantilado y luego se van. Conversan poco, ellas le hablan y Micaela no dice casi ninguna palabra, le gusta escuchar. La mayor, que se llama Rosa, le suele traer algún guiso de los que le gustan, pero nunca lo prueba, lo deja apartado a un lado para luego hasta que al final acaba en la basura. El apetito le está abandonando, igual que sus recuerdos, pero disimula para no preocuparla. Carmina es la más joven de las tres, es animosa y en apariencia se parece a su madre, con el cabello fino y oscuro y la piel clara, sus ojos azules parecen dos cuentecitas de collar, pero son risueños. Ella le acaricia con suavidad la mano, se recuesta un poco en su hombro y le susurra al oído palabras que Micaela no comprende del todo. Solo suspira profundamente para que su hija se quede tranquila y mientras se acuerda por un momento de Jacinta. Apenas viene a verla. Le manda de vez en cuando alguna carta y se queda pensando qué dirán esas letras,  se imagina que pone que ella y su familia están bien y que pronto la visitarán. Luego, cuando vienen las otras dos, se ofrecen a leérsela, pero Micaela no quiere, prefiere quedarse con lo que cree que pone, por si acaso la verdad no le gusta tanto.

La tierra fresca bajo los pies y el olor de azahar mezclado con el de los caballos que trotan por el valle, interrumpe sus pensamientos. Será un día hermoso para pasear, pero aunque el cielo esté más claro de lo normal, ella alrededor sólo ve niebla.

Poco a poco oscurece, el humo que sale por las chimeneas se mezcla con la niebla y la campana de la iglesia del pueblo  anuncia que es hora de cenar. Huele a sopa caliente y algo le empuja a marchar a ella también para comer algo antes de irse a dormir.

Dentro de su pequeña casita sólo hay una cama junto a la ventana, una minúscula silla para sentarse al lado y un armario chiquitito en la otra pared. Sus cosas más preciadas las guarda dentro de un viejo baúl de color azul. Tiene una radio pequeña que funciona con pilas y por la noche la enciende para oír un rato las noticias que ya no le importan por que pertenecen al mundo que hace tiempo olvidó.

A veces en mitad de la noche, abre los ojos y en la oscuridad intenta ver lo que le rodea. Fuera, desde la ventana, se ve la luna y las estrellas centellear en el cielo, se oye el sonido del silencio que es como música de viento y grillos. El peso de la gruesa manta sobre su cuerpo hace que se sienta protegida y lentamente, como a saltos, vuelve a la inconsciencia.

Progresivamente regresa al sueño que había dejado atrás, siempre el mismo cada noche. Lleva un vestido blanco hasta los pies y camina descalza por un sendero repleto de hojas secas que le conduce hasta un espejo de cuerpo entero donde se reconoce a sí misma y se da cuenta en ese momento que no lleva puestos los zapatos. Piensa que los ha perdido por el camino. Escucha como la llaman por su nombre, mira a su espalda y no ve a nadie y cuando vuelve la vista al espejo su imagen se hace difusa hasta desaparecer. Vuelve a estar despierta.

Hay alguien en su habitación, está descorriendo las cortinas para que entre la luz. Es una joven que amablemente la ayuda con delicadeza a que se incorpore despacio en la cama, le acerca su silla de ruedas y una vez vestida la acompaña hasta el comedor con los demás internos. Ella la mira desde una distancia prudencial al principio, tratando de recordar de qué la conoce y finalmente se recuesta apacible.

La sirena que avisa de que es la hora de desayunar empieza a sonar y  por el pasillo la gente pasa despacio, unos se saludan y otros no. Muchos le sonríen y le preguntan cómo está, ella mira al infinito y no dice nada.

Micaela vuelve a sus pensamientos, a sus recuerdos de la infancia mientras observa desde el borde del precipicio y sentada en su banco el atardecer. Quiere que la niebla que no le deja ver el mar con claridad se vaya, sin saber que es la niebla del olvido.