El pulcro silencio que envolvía la casa tan sólo era
interrumpido por el tic tac procedente del reloj de cuco situado en el salón
del té. No en vano, era la hora en la que el Señor Cleaver aprovechaba para
descansar. Esa tarde, más que ninguna, debía estar despejado a la llegada de la
visita que esperaba. Afortunadamente George y Margarette jugaban entretenidos
en sus alcobas. De lo contrario habrían estado alborotando toda la casa y hasta
el servicio habría estado ausente de sus obligaciones. Era imprescindible que
el encuentro fuese agradable, deseaba causar buena impresión. El sonido del
reloj anunciando las cinco lo sacó de su ensimismamiento; “estará a punto de
llegar”. Se dijo a sí mismo. Tan solo un minuto después, Harold, acudía a su
puerta anunciando:
-Señor, la señorita Rhianne le está esperando en el
vestíbulo.
-Gracias Harold. Por favor, hágala pasar a mi despacho, iré
enseguida.
-Como desee, señor. – Contestó el mayordomo y seguidamente
desapareció como si nunca hubiera estado allí.
Anette Rhianne era una joven de buena familia, criada al
este de Philadelphia y educada en los mejores colegios para señoritas de todo
el país. A su atuendo recatado y a su semblante aniñado lo acompañaba un
camafeo adornado con incrustaciones de plata, en su interior una imagen del
Sagrado Corazón se guardaba celosamente protegido; amuleto muy apreciado por su
dueña que siempre llevaba consigo. La muchacha miraba a su alrededor entre
sorprendida y encantada. Sentada tímidamente en el borde del sillón estilo Luis
XVI, no podía apartar la vista de cada uno de los libros que llenaban las
estanterías, los cuadros que cubrían las paredes y los adornos más bellos que
jamás hubiera visto. Era evidente que el señor Cleaver era un hombre culto, con
mundo y de costumbres estrictas. Ningún objeto parecía estar fuera de su lugar
exacto, encajaba a la perfección en su sitio y cualquier otra ubicación hubiera
sido un error. Ni una sola mota de polvo amenazaba con romper el brillo de los
muebles, de madera fuerte y ornamentos delicados. Una alfombra persa cubría el
suelo de mármol y una Plectranthus
Ciliatus junto a la ventana, detrás de la mesa de roble, daba el toque de vida
a la estancia.
De pronto la puerta se abrió,
sobresaltando a Anette que se puso en pie inmediatamente. Un rubor embarazoso
acudió a sus mejillas, como si se la hubiera descubierto haciendo algo malo. Un
hombre de aspecto solemne y moderada estatura hizo su entrada, la saludó con un
gesto de cabeza y le dijo:
-Buenos días Señorita
Rhianne, es un placer conocerla. Por favor, siéntese.
El caballero sacó del
bolsillo de su chaleco una pequeña llave con la que abrió un cajón de la mesa.
De él extrajo un sobre y se lo entregó a Anette.
-Este es el pago de su
salario para todo un mes.
La muchacha quedó perpleja
ante tal ofrecimiento y solamente acertó a decir:
-Es usted muy amable, pero quizá
sea demasiado; ni siquiera conozco a los niños. Puede que cuando me ponga a
prueba no sea de su agrado.
-Eso no ocurrirá.- Contestó
rotundamente su interlocutor – Las referencias que la avalan son lo único que
necesito para saber que usted es la persona que busco.-
A continuación, ambos
salieron del despacho y él llamó al ama de llaves. Ésta acudió sin dilación a
su encuentro para recibir instrucciones:
-Por favor Camile, acompañe a
la Señorita Rhianne a su dormitorio y atiéndala en todo lo que precise.
Cenaremos a las siete. Avise a mis hijos, los quiero listos en el comedor a esa
hora.
-Sí señor.- Contestó humildemente
sin mirarle a los ojos. Educadamente solicitó a la joven: -Por favor, señorita,
acompáñeme, es por aquí.-
Las dos mujeres se adentraron
por un pasillo que parecía no haber sido nunca transitado. A ambos lados se
disponían puertas y más puertas, cerradas a cal y canto y al fondo una escalera
sugería la dirección en la cual debían seguir, hacia el piso de arriba. De no
ser por los grandes ventanales que vestían las paredes podría decirse que
andaban dentro de un túnel sin principio ni final. Una vez llegaron a los
aposentos que debían convertirse en el espacio íntimo de Anette, el ama de
llaves descorrió las cortinas permitiendo que la luz entrase convirtiendo lo
negro en blanco y pintando lo gris de vivos colores. La alcoba estaba
deliciosamente decorada y una cama de estilo romántico ocupaba la pared más
ancha dejando espacio suficiente en el centro de la habitación, de modo que dos
o más parejas pudieran bailar el vals sin chocarse unas con otras. Camile
observó el deleite en los ojos de la chica, se ofreció a ayudarla por si
precisaba algo más y a la respuesta negativa de ella, salió con paso cansado
hacia el corredor, cerrando cuidadosamente la puerta tras de sí.
Anette se asomó por la
ventana apreciando la extensión del terreno, cubierto por un manto de algodón.
La plantación no le había parecido tan inmensa desde el carruaje; era obvio que
el Señor Cleaver debía de ser un hombre muy poderoso.
En las dos horas siguientes,
la joven ocupó el tiempo en deshacer el equipaje, acomodarse a su gusto,
colocar sus pertenencias y prepararse para la cena. Decidió cambiarse de
vestido; el que había llevado durante el viaje no era apropiado. Optó por uno
de color verde pistacho, con mangas abombadas y encaje alrededor del cuello. El
camafeo ocupaba un puesto de honor sobre su pecho.
Mientras ultimaba los
detalles, en el comedor la vajilla de porcelana y los cubiertos de plata ya
estaban colocados en sus puestos sobre la gran mesa vestida con el mantel de
seda china. Cuatro sillas esperaban a sus comensales y justo en el momento en
el que el reloj del salón daba las siete en punto, Cecilia entraba en la
estancia con George y Margaritte de la mano. Cada uno se sentó en su sitio,
observaron cómo estaba dispuesta la mesa y se cercioraron de que había un plato
de más. El niño, que era el mayor, miró a su hermana y le susurró:
-Tenemos visita Margarette,
me pregunto quién podrá ser.
La niña, que ya había
comenzado a juguetear con el lazo azul de su vestido le contestó:
-Quizá sea un amigo de padre.
George se disponía a
contestar cuando la puerta del comedor se descorrió y dejó paso al Señor
Cleaver, quien obsequió con una mirada glacial a su hijo y con una leve sonrisa
a su hija. Con un gesto ligero llamó al mayordomo:
-Por favor, Harold, dígale a
la Señorita Rhianne que entre.
Anette se había mantenido
unos minutos en el rellano a la espera de ser llamada. En el momento de hacer
su aparición, a George se le escapó una mueca de disgusto que fue recompensada
con el ceño fruncido de su padre. Lentamente la joven se acercó a la mesa y en
el momento de sentarse sintió el desdén que el rostro del niño desprendía hacia
ella. Margarette, por su parte, no le quitaba la vista de encima, escudriñando
su pelo, su cara, sus manos, su vestimenta. Le parecía una dama de otro tiempo.
La comparaba con su difunta madre y de ninguna manera se parecía a ella. El
cuadro que presidía la chimenea así lo corroboraba. Anette era de tez más
pálida, sus cabellos dorados se recogían en un moño bajo y sus andares eran
delicados y silenciosos. La madre de la niña, en cambio, había sido una mujer
robusta, con el pelo más oscuro, que siempre llevaba semisuelto sobre los
hombros. Era un torbellino de energía que llenaba cualquier espacio donde se
hallase.
El sonido del agua
vertiéndose en cada vaso, rompió el silencio incómodo que envolvía el momento.
El Señor Cleaver hizo los honores siendo el primero en probar el suculento
cochinillo, que tan sólo con su olor ya hacía las delicias de todos los
paladares. Los niños se lanzaron como fieras sobre sus platos, sin reparos ante
la mirada desaprobadora de su padre y los ojos analíticos de Anette. Ella aun
se resistía a probar bocado, acababa de adivinar que no la habían contratado
solamente para dar clases de cultura general, aritmética y francés; sino
también de buenos modales.
Avergonzado por la escena, el
Señor Cleaver desvió la atención hacia la propia conducta de la institutriz:
-Señorita Rihanne, ¿no le
gusta el cochinillo asado?
Anette abandonó sus
pensamientos para contestar:
-Disculpe Señor Cleaver, el
viaje debe haberme dejado sin apetito. Desde luego tiene una pinta estupenda,
pero el cansancio me puede más que el hambre. Espero no molestarle sin les
acompaño sin participar. – Hizo una pausa para continuar: -En cambio, si no es
inapropiado, me gustaría mantener una breve conversación con estos dos
jovencitos, puesto que mi presencia aquí es por ellos.-
El Señor Cleaver asintió muy
complacido a tan discreta petición:
-Por supuesto, es su
obligación.
Tras estas palabras, llamó al
mayordomo con el ademán tan familiar con que solía hacerlo. Solicitó que se
acondicionara su despacho debidamente, ya que el postre lo tomaría allí.
Seguidamente exigió atención a sus hijos ante lo que tenía que comunicarles, a
lo que ellos reaccionaron dejando los cubiertos sobre la mesa y agachando la
cabeza a la espera de lo que les tenía que decir.
-La Señorita Rihanne será
vuestra institutriz. Aún sois demasiado pequeños para dirigiros por vuestra
cuenta y por otra parte, demasiado mayores para seguir como ignorantes
salvajes. Sin una debida instrucción, lo segundo no podrá solucionarse para que
lo primero sea posible. – El padre de los niños siempre hablaba así a todo el
mundo, sin importar quién tuviera delante. A pesar de no entender completamente
el significado del mensaje, la idea estaba clara en sus mentes y por fin
comprendieron por qué había un cubierto demás sobre la mesa cuando se sentaron
a cenar.
Dicho esto, se levantó con
cuidado de no arrastrar la silla y salió del comedor, no sin antes mostrar a
Anette su aprobación.
Durante unos breves minutos,
lo único que resonaba en la estancia eran los pasos de Camile alejándose hacia
la cocina con el servicio del señor entre las manos. A su vez, la institutriz
escrutaba a los niños hasta que éstos reanudaron su inadecuado comportamiento. Sin inmutarse ante la indiferencia que
ambos le mostraban, se puso en pie, agarró sendos platos y arrojó su contenido
de nuevo a la bandeja de servir. Les quitó los cubiertos y mientras ellos la
miraban sorprendidos les dijo:
-Si os comportáis en la mesa
como animales, merecéis que os traten como a tales, por tanto, no veo necesidad
de que uséis ni cuchillo ni tenedor para comer. Podéis hacerlo si queréis con
las manos. Irá más acorde con vuestros modales.
George reaccionó con una
carcajada que asustó tanto a su hermana que la hizo llorar. No era una risa
burlona, sino la de un niño al que tal hazaña le resultaba divertida. Consoló
durante un momento a Margeritte y procedió a exclamar:
-¡Me gusta usted, Señorita
Rihanne! Me recuerda a alguien. No se preocupe por Margeritte, se asusta con
facilidad, se le pasará enseguida. – Sus ojos azules revelaban cierta simpatía
hacía ella. - ¿Cuándo empezaremos con las clases? –
-La lección acaba de empezar.
Mañana saldremos al jardín para continuar. Ahora es mejor que toméis el postre
y os vayáis a la cama sin demora. Será un día intenso.
El tono suave pero firme con
el que se dirigió a sus pupilos, trasmitía cariño a la vez que disciplina.
Margeritte ya no lloraba y con su vocecita dulce de cuatro años le pregunto:
-Señorita, ¿cuánto tiempo se quedará con nosotros?
A Anette le enterneció que la
niña se preocupase por tal cuestión; francamente tampoco ella se lo había
planteado. Dio por hecho que la pobrecita estaba escasa de atenciones afectivas,
por lo que la cogió entre sus brazos amorosamente y le contestó sin dudar:
-Todo el que tú necesites Margeritte.
Durante la primera noche en
la mansión del los Cleaver, Anette sólo era capaz de pensar en si antes de su
llegada allí, otras institutrices habrían ocupado su lugar o si ella sería la
primera. Siendo así, es posible que la muerte de la Señora Cleaver, estuviera
reciente. Margeritte le parecía una niña triste y George un niño muy espabilado
para su edad. El padre se preocupaba de ellos de la misma forma que antes de
ser viudo y no alcanzaba a entender que ahora él debía darles lo que una madre
ya no les podía ofrecer.
Tras los cristales entornados,
la noche era espesa e incluso el umbral de la ventana se antojaba tétrico. Ni siquiera
el alegre festón que decoraba el lateral de cada marco, era capaz de diluir la
tonalidad parda que se había instalado en el silloncito junto al mirador.
Anette no podía apartar la vista de la oscuridad, tratando de sumergirse en
ensoñaciones que no llegaban. Los viejos muebles que la acompañaban le hablaban
con sus crujidos y sin apenas darse cuenta, comenzó a escucharlos.
Susurros indescifrables
acudían a sus oídos. Eran canciones entonadas por voces en la sombra. Anette
notaba como su respiración se agitaba, trataba de tranquilizarse pero su pulso
no atendía a razones. Un miedo irracional casi había conseguido paralizarle
cada músculo de su cuerpo. Se dijo a sí misma que si rezaba con fervor hallaría
la fuerza suficiente para levantarse y caminar hasta el tocador donde se
encontraba su valioso camafeo. Entre plegarias temblorosas puso los pies en el
frío suelo de la habitación. Se le erizó el vello en los brazos dentro de su
aparatoso camisón y a pequeños pasos alcanzó el objeto tan preciado. Una vez lo
tenía en su puño, pasos sobre su cabeza empezaron a sonar.
Tenía entendido que ella era
la que ocupaba el lugar más elevado de la casa hasta el momento, pero recordó
que unas retorcidas escaleras al otro lado del pasillo, conducían hasta un piso
superior. Salir al corredor le producía un espanto incontrolable; aún así optó
por ello, ya que permanecer en su dormitorio le resultaba todavía más
insoportable.
Alumbrada por la llama de una
vela, traspasó el límite con el exterior. Se guiaba apoyándose en la pared con
cuidado de no chocar con los cuadros a su paso. Trataba de distinguir en la
oscuridad el principio de la escalera, pero la tenue luz era insuficiente.
También ahí escuchaba pisadas en el techo y el terror se apoderaba de ella a
cada paso. A mitad de camino se paró para mirar hacia atrás y vio como una
figura difusa salía de su alcoba. Una corriente de aire apagó la vela y Anette
se desplomó en medio del pasillo. El resto de la noche, la pasó allí como una
bella durmiente.
Sin saber cómo había llegado
hasta allí, Anette se despertó cuidadosamente arropada en su cama. Flores
frescas adornaban el tocador y la luz brillante del día procedente del exterior
se reflejaba en el espejo que tenía frente a ella. Alcanzó su bata y se levantó
despacio de la cama, la cabeza le dolía y recordó entonces que había caído
desplomada en el pasillo la noche anterior.
Los gritos de los niños en el
jardín la alertaron de que tenía un cometido que cumplir. Sin más dilación se
vistió a toda prisa y bajó las escaleras hacia el salón lo más rápido que pudo
sin perder la compostura. Escuchó en la cocina la voz de Camile y se acercó
para pedir disculpas; quedó profundamente sorprendida cuando vio un delicioso desayuno preparado sobre la mesa y al ama de llaves instándola a sentarse:
-Señorita Rihanne, siéntese
por favor y coma algo, debe recuperar fuerzas.
-Pero…- no tenía palabras
–los niños me están esperando, ya llego tarde.-
-Por eso no se preocupe,
Cecile está con ellos.- Una sonrisa afable se dibujaba en su rostro.- Lo
principal es que usted se reponga, son órdenes del señor.-
Viendo que no había
discusión, se acomodó en la silla más cercana a la ventana, desde donde podía
ver los grandes cedros mecerse libremente con el viento. Sin dejar de remover
el café en su taza, pensaba en los extraños sucesos ocurridos apenas hacía unas
horas y sintió como de nuevo se le helaba la sangre en las venas. Una vocecita
dulce la trajo al momento presente:
-Señorita Rihanne, señorita
Rihanne, por fin se ha despertado. Hace un día muy bonito, ¿viene con nosotros
al jardín?
Anette sonrió satisfecha,
jamás hubiese imaginado un recibimiento como aquel en una casa extraña y menos
aún teniendo en cuenta que era una empleada más.
-Iré ahora mismo, mientras
tanto quisiera que pensases en palabras que te gustan. Vamos a divertirnos un
rato.
Margeritte la miraba con los
ojos tan abiertos como podía y de inmediato fue a buscar a su hermano. Le había
encantado la idea. En pocos minutos la institutriz acudió a su encuentro y
empezaron con la lección, aunque para los niños asemejaba un juego.
-Bien, George, a ti te gusta
la palabra “desván”, ¿me puedes explicar por qué?
El chico dio un respingo, no
esperaba tener que explicarlo y su hermana le miró un tanto preocupada. En un
principio mantuvo silencio agachando la cabeza, finalmente respondió:
-Es una palabra muy
misteriosa.
A Anette le llamó la atención
esa respuesta, la admitió por el momento y prosiguió preguntándole a
Margeritte:
-Y a ti, ¿qué palabra te
gusta a parte de “magia”?
La niña se quedó pensando
unos instantes y contestó:
-“Mamá”.- Unas diminutas
lágrimas empezaron a brotar de sus ojos.
Anette la tomó en brazos, y
le limpió cariñosamente las mejillas. La pequeña no dejaba de suspirar,
mientras tanto su hermano se mantenía serio sin decir nada. Durante un largo
rato permanecieron así. Los ruidos que rodeaban la casa eran la banda sonora de
un momento tan emotivo como aquel. Entonces la maestra fijó los ojos en lo alto
del tejado y creyó distinguir una figura encarada hacia ellos. Se puso tan
pálida que fue imposible pasar desapercibida delante del avispado George y éste
le dijo:
-¿Lo ha visto verdad?
La joven institutriz fingió
no saber de lo que le estaba hablando y comentó:
-Se está haciendo tarde, es
agradable estar aquí, pero deberíamos entrar, ya es casi la hora del almuerzo.
-No debe tener miedo, no es
lo que usted cree.- George le cogió la mano para tranquilizarla.
Ella le miró perpleja, ¿acaso
él se lo podía explicar? Margueritte estaba sonriendo y complaciente animó a su
hermano:
-Vamos George, es nuestra
amiga, ella lo entenderá.
-¿Entender qué? ¿Qué está
pasando?
El chico se puso en pie e
invitó a Anette a acompañarlo, a su hermanita la embargaba la emoción.
Entraron en la casa por la
puerta de atrás y subieron sigilosamente por la escalera de servicio hasta los
aposentos de la institutriz, una vez allí, George cerró la puerta del
dormitorio y se acercó donde estaba situado el tocador. Dio tres golpes secos
en la pared y a continuación silbó. De inmediato se escucharon pasos en el
techo, cada vez más cercanos y a continuación la pared donde estaba colgado el espejo se abrió como una puerta, dejando ver la entrada secreta.
Anette notó que de nuevo las
piernas le temblaban, sintiendo su temor, ambos niños cada uno a un lado, le
agarraron la mano con más fuerza. Ahora la curiosidad la embargaba más que el
miedo.