¡Ni que fuera tan sencillo escribir
una novela! Miro el folio en blanco y el folio me mira a mí, es como si viera
mi mente reflejada en él. Así es como estoy, en blanco, blanco nuclear diría yo
más bien. Aún peor que no saber qué decir es tener una persona que te presiona
todo el tiempo para que digas cosas que valga la pena publicar. “Escribe,
vamos, ¡escribe!” me dice a cada momento. Mi editor piensa que mi ordenador es
como la Termomix, escribo unas cuantas palabras, le doy a un botón, y “voilà”, ya está escrita la segunda
parte del Quijote. Pero ¿cómo quiere que escriba si no hacen más que
interrumpirme?
Mi hermano Carlos vive en el piso de
abajo, compartíamos la casa e incluso trabajábamos juntos hasta que tuve mi
primer éxito con esto de la literatura y lo dejé para dedicarme en cuerpo y
alma a mi vocación. La verdad es que me resulta difícil comprender cómo pude
concentrarme en aquellos días para escribir, pero el hecho es que lo conseguí.
Supongo que con mucha fuerza de voluntad y dedicación. No fue un camino de
rosas, los dos somos muy diferentes y discutíamos con frecuencia. Unas veces
por que él ponía la televisión demasiado fuerte y yo necesitaba silencio, otras
por que yo pretendía dormir mientras él traía algún amigo y jugaban juntos a la
Wii. Finalmente tuve que mudarme si quería un poco de concentración. Falsa
concentración si lo pienso con detenimiento, ya que a pesar de nuestras
asperezas no pude evitar buscarme un sitio que no estuviera muy lejos de él.
Nuestra relación es de amor-odio, como bien se puede deducir de mi apresurada
decisión y ahora estoy pagando las consecuencias.
Mi horario laboral se compone de
horas dedicadas a crear e inventar y por otro lado a contestar al teléfono y
atender la puerta cuando tocan al timbre. Por lo general suelen molestarme al mediodía,
que es cuando Carlos regresa del trabajo y, a pesar de que viene a saludarme,
“sólo por ver cómo estás hermano, que si yo no subo no sé nada de ti” me dice
siempre al verme, a mí se me hiela la sangre en las venas por que por lo
general acaba instalándose en mi sofá con una cerveza en la mano procedente de
mi frigorífico y no pone la tele por que no tengo, ya que me parece una
distracción innecesaria, molesta y aburrida, pero si puede, husmea para ver qué
es lo que hay de comer. Me cuesta Dios y
ayuda hacerle comprender que necesito intimidad y le echo con la mayor
diplomacia posible. Él se acaba enfadando y dice que no va a venir más, lo cual
es mentira ya que cada día se repite la misma historia y yo he optado por
abrirle la puerta en días alternos.
Todas estas interrupciones van
minando mi capacidad de concentración. Así que poco a poco me he ido
acostumbrando a escribir por la noche, aprovechando el silencio que la vigilia
me ofrece e ingiriendo grandes dosis de cafeína para mantenerme despierto.
Suelo escribir sin descanso hasta casi entrada la madrugada, cuando mis
párpados me avisan de que ya no aguantan más e incluso en ocasiones lo que
escribo empieza a carecer de sentido. El momento de irme a la cama lo abrazo
como una bendición, me acurruco bien entre las sábanas y dejo volar mis
pensamientos libres para que ellos solos dibujen sus propias historias entre mis sueños. Se
pasean como amos y señores por mi cerebro, saltan entre árboles de recuerdos y
salpican mi imaginación de disparates que al día siguiente se ven reflejados de
alguna manera en mis historias.
A primera hora de la mañana, aún
cuando el sol todavía no calienta, el teléfono me despierta bruscamente, lo
busco por encima de la mesilla de noche desesperadamente, sabiendo que no
callará hasta que conteste. A estas horas sólo puede ser una persona, mi
editor. Contesto con desgana, balbuceando palabras a medio construir y del otro
lado escucho una voz que me recrimina ásperamente el hecho de que todavía estoy
en la cama. Escucho con paciencia sus reproches, mientras pienso que soy un
incomprendido. Necesito las horas que necesito para que mis neuronas descansen,
se oxigenen y trabajen al cien por cien con energías renovadas, sobre todo cuando
se me han hecho las tantas juntando letras. Pero claro, esto último él ni se lo
plantea y cuando por fin termina su discurso le doy los buenos días y me
dispongo a empezar la jornada de la mejor manera posible.
Tras un duro trance en el que me
tomo un café, me despejo como puedo y ya estoy con las pilas puestas, justo
cuando las musas me están susurrando lo que quiero oír, un pitido estruendoso
me sobresalta. Miro el móvil con pánico, ¿y que tengo?, un wasap, ¿de quién?,
de él. Es él, acecha en la sombra, se oculta tras una maraña de ondas
invisibles que le han conducido a mí. Asomo de reojo una mirada recelosa al
aparato, lo cojo como si me fuera a morder y leo “te he mandado un e-mail con
la corrección del capítulo cinco”. Me tapo los ojos, como si pudiera
esconderme, no quiero verlo, no quiero abrir ese correo electrónico por nada
del mundo, pero tengo que ser fuerte.
Me despido de mis queridos
pensamientos hasta dentro de un rato y abro Internet. Trago saliva, entro en mi
bandeja de entrada y allí está “correcciones capítulo cinco”, de Salvador. Un
sudor frío me recorre la espina dorsal pero ya no puedo demorarlo más, hago dos
clips sobre el encabezado del mensaje y veo el contenido. ¡No puede ser! Faltan
páginas, envié veinte y me devuelven dieciséis, ¿qué han hecho? Lo han
mutilado, me pregunto qué es lo que habrán desechado. Empiezo a leer
apresuradamente, mi respiración se agita y mi pulso se acelera, creo que me
estoy mareando.
Decido levantarme e ir a por un vaso
de agua a la cocina, a ver si me tranquilizo. Camino por el pasillo con los
puños cerrados y las venas del cuello en tensión y de pronto…El sonido infernal
del teléfono, ya me está llamando, es él, no he mirado quién llama pero lo
presiento. Quiere saber qué me parecen “los arreglillos” como él los llama.
Mejor no se lo cojo, estoy demasiado nervioso, le llamaré después, cuando acabe
de leer el regalito que me ha enviado de buena mañana.
Me siento de nuevo frente al
ordenador, como un vaquero que mide las fuerzas a su adversario. Estiro los
dedos, hago crujir los nudillos y me lanzo a enviar una respuesta a Salvador,
el corrector, el listillo que se ha comido más de quinientas palabras de mi
texto, me va a oír, mejor dicho, me va a leer.
Al acabar mi réplica, repaso
minuciosamente la contestación a su sentencia, no estoy de acuerdo con todo lo
que me ha sugerido, pero he de reconocer que una opinión externa ayuda bastante
a pulir el trabajo. Definitivamente no he sido demasiado duro con él.
Cierro el correo electrónico, apago
el ordenador y me quedo mirando al infinito por la ventana unos minutos.
Empiezo a darle vueltas a los últimos acontecimientos de mi vida. ¿Qué te
parece? Cuando me dedicaba a limpiar ventanas en los rascacielos más altos de
la ciudad, la adrenalina no me subía tan deprisa como ahora con un simple
e-mail. Y eso que estar a más de cien metros de altura del suelo no es para
tomarlo a la liguera, pero nada en comparación con lo que siento cuando
escribo, el estado de emoción es tan alto que no se puede explicar. Esto sí que
me produce vértigo de verdad. Noto una especie de hormigueo que me sube por la
nuca, se enreda entre mi pelo y se instala en mis sienes, es como si comenzase
un partido de tenis entre una y otra y la pelota fuese la idea principal. De un
lado a otro va desprendiendo diminutas partículas que son la esencia que irá
dando forma al texto. Luego se empiezan a enlazar en espiral como la cadena de
ADN.
Creo que ya viene, lo noto, sí, está
llegando, la inspiración ya está aquí. Pero están tocando al timbre, será mi
hermano Carlos que vuelve al ataque, no le pienso abrir. Ahora necesito
aprovechar este momento. Lo primero que voy a hacer es apagar el teléfono, será
como poner el cartel de “no molestar” en la puerta de mi habitación de hotel.
Quiero pensar que los que escuchen al otro lado de la línea el mensaje de “está
apagado o fuera de cobertura” captarán la indirecta. Necesito intimidad conmigo
mismo. El mundo se está convirtiendo en un lugar ruidoso y sin respeto por el
tiempo de los demás. Siento que para volcar el contenido de mis pensamientos en
ese folio blanco y frío, que me observa impasible y a veces hasta se ríe de mí,
necesito fundirme con el entorno, escapar de mí mismo y verme desde fuera, como
un elemento más del espacio que me rodea.
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