Gerardo se dirige con paso cansado hacia la
única ventana a través de la cual entran unos cuantos rayos de sol en el taller
de labor. A su paso, el suelo cruje y la tenue luz de una vela, situada frente
al espejo donde las clientas se probaban los vestidos, que cogidos con
alfileres, quedaban pendientes de ser rematados, permanece encendida desde el
día anterior.
Deja las flores sobre la máquina de coser, la
que una vez ensordecía las tardes con el traqueteo del pedal dando vida a la
aguja sobre una manga que quedó enganchada en espera de ser terminada, muda,
con la rueda que la hacía funcionar oxidada. Aparta las cortinas amarillentas,
acartonadas por el polvo, hacen juego con el tono cetrino de las paredes que en
otro tiempo fueron blancas y abre la ventana de par en par para que el aire se
purifique con el olor a jazmín que inmediatamente fluye por toda la estancia.
Al darse la vuelta se encuentra de frente con
la butaca donde los acompañantes se sentaban a esperar a las clientas y sobre
él reposan los bordados a medio terminar del mantel que ya nunca cubrirá
ninguna mesa. Suspira. Alegran un espacio que quedó triste cuando las coplillas
que cantaba su esposa se escuchaban por los rincones.
Coge las flores y se acerca lentamente a la
cómoda junto a la butaca, sin apartar la vista de la mujer que sonriendo lo
mira desde el más allá. Acaricia el marco con la punta de los dedos y coloca
las gardenias recién cortadas en un jarrón de porcelana, recuerdo de su viaje
de novios en Granada.
El polvo se acumula en los muebles, anuncio
del inevitable destino que les espera hacia el olvido, si antes la carcoma no
acaba de reducirlos a la nada. La humedad del techo acompañada de las telarañas
que cuelgan de la lámpara, son un elemento más de la decoración. Las polillas
hace tiempo que empezaron a alimentarse de la ropa guardada en los viejos
baúles. El reloj encima de la mesa de corte indica que son las doce a todas
horas y un descolorido calendario de 1983 colgado en la pared, observa indiferente, aburrido por los años.
El anciano envuelto en su luto riguroso, se
seca las lágrimas con el puño de la camisa y se despide hasta el día siguiente.
Nunca te faltarán flores frescas, ni aire puro, ni amor sincero mientras yo
viva. La puerta se cierra rechinando contra el silencio y Julia se queda
sonriente mirando por la ventana.