Escribiendo sobre agua.

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martes, 23 de abril de 2013

LA FORTUNA DEL PESCADOR


Había una vez un marinero, que cansado de todos los días levantarse muy temprano, e ir forzosamente a pescar para alimentar a su familia con lo poco que el mar ofrecía, decidió hacerse pirata, que aunque era menos honrado, pensó que podría darle más ganancia y surcaría los mares en busca de tesoros valiosos que pudiera cubrir mejor las necesidades de su mujer e hijos.

Su amada esposa siempre le decía:
- Piensa seriamente lo que vas a perder, una vida tranquila y segura. Puede que encuentres un gran botín que nos salve de tanta miseria o puede que te maten en una dura lucha.

El pescador, convencido de la decisión que había tomado, le contestó:
- Es muy grande mi deseo de quedarme a vuestro lado, pero he de ser fuerte y partir o nunca sabré si hay algo mejor que lo que tengo y si lo puedo conseguir.-

Muy tristes y preocupados, sus hijos le dijeron adiós, y su esposa lo besó tiernamente para que nunca se olvidase de volver.

Los días en alta mar eran largos y peligrosos porque la tripulación de aquel barco se formaba de hombres traicioneros y asesinos, pero aprendió a defenderse y consiguió cierto respecto que le salvó en innumerables ocasiones. Pasaba mucho miedo cuando los perseguía la flota marítima para darles caza y colgarlos a todos, luchó una vez contra un tiburón que casi se lo come cuando intentaba soltar lastre cerca de una isla tropical, en una ocasión quisieron envenenarle y otras veces él mismo pensaba en tirarse al agua y que el mar se lo llevase.

El pobre marinero, ridículamente disfrazado de corsario, siempre tenía en su mente la visión de aquel tesoro que lo sacaría de la penuria, así podría regresar con los suyos.

Unas veces conseguían robar las joyas de algún noble y a él sólo le entregaban una pulsera de plata, en otras ocasiones robaron un barco entero de lingotes de oro y en una brava tormenta lo perdieron todo. Cada día que pasaba le parecían cien años, se volvía más exigente en su búsqueda y ningún botín le parecía lo suficientemente bueno para conservarlo y volver a casa.

Durante sus aventuras conoció muchos lugares, tuvo que matar a varios hombres y robar a gente inocente que trabajaba duro para ganarse el pan, tal como él había hecho tiempo atrás. Pasó frío y se sintió solo tantas veces que pensó que aquel tesoro era sólo una ilusión y que nunca lo encontraría. Como no podía volver a casa sin nada, decidió que su vida se basaría en recorrer el mundo y que no seguiría pensando en hacerse rico. Tiró la toalla y abandonó su propósito.

Una noche, en que las olas de una aterradora tormenta golpeaban con furia el armazón del barco en el que navegaban, todos los hombres luchaban por mantenerlo a flote recogiendo las velas, apuntalando un tablón roto aquí, sujetando amarras allá; él vio como uno de los grumetes caía al agua sin sentido por un golpe en la cabeza y quiso salvarlo. Al lanzarse al vacío, el palo mayor de proa cayó sobre él dejándolo también inconsciente y se hundió en la profundidad.

No sabía porqué, escuchaba cantos hermosos de una sirena y una bocanada de aire fresco le llenó los pulmones cuando se suponía que en aquellas circunstancias nada podría oír y mucho menos respirar.

De pronto, de un sobresalto, abrió los ojos y la vio frente a él, era brillante, redonda y perfecta como él la había imaginado. La cogió con su mano muy fuerte para que no se le escapase y nadó con todas sus fuerzas hacía la superficie.

La marea se había calmado y el sol brillaba en lo alto, ¿cuánto tiempo habría pasado?, no lo sabía, lo único que le importaba era que había encontrado aquella perla en un mar tan inmenso y que era suya. Por fin podría volver a ver a sus hijos y hacer todas las cosas que tanto le gustaban. Saldría de nuevo a pescar, pero ya no por necesidad, sino por placer y tenía la seguridad de que no volvería a ser pobre nunca.

Siendo tan rico como era, ya no tendría que sufrir la soledad, no matar y robar a más gente; y aunque sus remordimientos por todas las cosas malas que había hecho a veces le atormentaban sabía que había valido la pena por encontrar una perla de tan incalculable valor y tan grandiosa belleza.


Relato publicado en "Relatos Urbanos. Sin trampa ni cartón". Ed. ECU. Alicante 2006

miércoles, 17 de abril de 2013

LA PIEDRA DE MARFIL


La piedra estaba triste por que nadie quería jugar con ella. Los atardeceres junto al río eran dorados y le gustaba notar el roce del agua en la orilla, pero se aburría mucho por que estaba siempre quieta y ella quería poder moverse para ver mundo. No era una piedra muy grande, cabía en la palma de la mano y era suave por que se bañaba con la lluvia. Aunque estaba al sol era muy blanca y cuando se miraba en el río le parecía que era una piedra realmente bella y se preguntaba si algún día alguien, un pájaro, una ardilla, el viento quizá, se fijaría en ella para hacerla viajar lejos de allí.
Soñaba sin descanso con lo que más deseaba en el mundo, -quisiera correr libre por la hierva, subir una colina, bailar con las nubes ¡y tantas cosas que no puedo hacer!-, se lamentaba con tristeza, ya que era su destino, al igual que los árboles no se pueden mover como quisieran yendo de un lado a otro. Pero no conforme se decía, que al menos ellos desde sus altas copas pueden divisar el horizonte y lo que hay un poco más allá, pero ella estaba tirada en el suelo y no alcanzaba a ver más lejos de su contorno. Recordaba con nostalgia el tiempo en que fue parte de una gran montaña ya desaparecida. Desde su posición podía ver el valle, verde y amplio hasta el río; y hablaba con las águilas cuando pasaban al vuelo cerca de ella. Le contaban muchas historias interesantes de lugares muy lejanos y se sentía feliz viendo y oyendo todas estas cosas.
Ahora con los peces también hablaba, pero éstos eran tan estúpidos que olvidaban enseguida lo que la piedra les contaba y ella tenía que volver a repetirles una y otra vez lo mismo que ya les había dicho. Por eso no se divertía con ellos y se hacía la dormida a veces cuando venían a saludarla.
Un día cualquiera, a través del bosque se oyeron voces y pasos, ¿quién puede estar dirigiéndose hacia aquí? Los pájaros salieron en desbandada asustados y los pequeños animales se cobijaron en sus madrigueras tan rápido como pudieron. La piedra empezó a tener mucho miedo y por primera vez notó que temblaba. Cerró los ojos y se encogió deseando pasar desapercibida. Las voces se hicieron más fuertes y empezaron a escucharse risas también. Paralizada se atrevió a abrir un ojo lentamente para ver qué estaba ocurriendo. Corriendo hacia ella vio a un ser enorme que a punto estuvo de pisarla cuando se lanzó al río. Detrás lo siguieron dos un poco más grandes y una cosa peluda que no dejaba de jadear.
El chapoteo de aquellos seres tan extraños empezó a salpicarle refrescándola y las risas la contagiaron y ella también se puso a reír con alegría. -Parecen amables y se cuidan entre ellos-, pensó. La piedra quiso poder participar también pero de nuevo se vio limitada por su situación inerte y empezó a llorar desconsolada. El ser más pequeño salió del agua y se tumbó en el suelo junto a ella sintiendo el calor del sol en su cuerpo, de pronto se dio cuenta de lo que tenía al lado. La cogió entre sus manos pequeñas y la piedra se sintió grande. Entonces se levantó de un salto y corrió hasta donde estaban los que habían venido con él. Muy contento no dejaba de dar saltos enseñando su descubrimiento y la piedra pensaba que se iba a marear. En ese momento, cuando estaba a punto de desmayarse, el ser dijo lo más hermoso que había escuchado nunca sobre ella: -¡Mamá, mira que piedra tan bonita! Parece de marfil-. Sus amigas las águilas le habían contado lo valioso que era el marfil. El ser la acarició y la miró con mucho amor, la lavó en el agua y se la guardó en el bolsillo. La piedra se quedó dormida, tranquila confiaba que su nuevo amigo no le haría ningún daño.
Al atardecer se pusieron en marcha. Con los andares de su portador se despertó y se dio cuenta de que se la llevaban lejos de allí para siempre, se sintió muy agradecida de haber sido encontrada y se despidió de todo lo que había conocido hasta entonces.
Su nuevo hogar era cálido y olía muy bien. El ser que la había recogido la dejó sobre una mesa desde donde podía ver todo el lugar, se sentó y empezó a decorarla. Le dibujó un corazón y una sonrisa, le puso su nombre por detrás. La piedra se llamaba Marfil y el niño Pablo.