Todo estaba preparado para que la fiesta pudiera comenzar.
Las pruebas de sonido casi habían terminado, las bebidas dispuestas en la barra
improvisada junto a las espalderas del gimnasio, los focos dirigidos hacia el
escenario y la puerta repleta de gente ansiosa por entrar.
Este concierto era la guinda que pondría fin a un curso
académico estresante, la recompensa que alumnos y profesores estaban esperando
para relajar el ambiente antes de las vacaciones de verano.
Salieron los músicos casi sin ser vistos por una estrecha
puerta situada junto a las gradas, para entrar unos minutos más tarde, cuando
el recinto estuviera lleno de gente deseosa de verlos actuar.
Como un rebaño ordenado, los chavales fueron colocándose en
la sala a la vez que hablaban todos a la vez colmando el espacio de multitud de
voces entremezcladas, por lo que era casi imposible distinguir las
conversaciones unas de otras. La atención cambio de dirección, centrándose en
el escenario, el gimnasio quedó a oscuras, salvo por la luz de un solo foco que
iluminaba los instrumentos. Entonces se produjo el escándalo.
Uno por uno, los miembros de Balada Mortal fueron ocupando
sus puestos. Entre aplausos, gritos y silbidos, el vocalista empezó a tocar los
primeros acordes del tema escogido para la apertura, un solo de guitarra
acústica que erizaba el vello de todo el cuerpo. A continuación el batería le
siguió con un redoble de tambor. La luz tenue de unos focos estratégicamente
colocados para dar ambiente alumbró de repente y los cinco componentes se
hicieron visibles. La música sonaba con fuerza, el público reventaba de emoción
y hasta los profesores daban palmadas en el aire.
En medio de todo este alboroto se encontraban Rosa y Andrés.
Se conocían desde el colegio y no se habían separado nunca hasta ese momento.
Terminado el Bachillerato la carrera que cada uno había escogido les obligaba a
tomar rumbos diferentes. Cantaban a pleno pulmón el tema que el grupo estaba
versionando, I Don't Want To
Miss A Thing de Aerosmith, y sus cuerpos se rozaban sin parar.
Rosa agarró por la cintura a su amigo y lo atrajo más hacia ella, quería que
notase el sugerente perfume derramado delicadamente es su cuello, el tacto de
su piel, bronceada todo el año, el calor de su aliento joven.
Dejó por completo de prestar atención a la música para
captar cada impulso de Andrés con la intención de invitarle a sus labios
carnosos. Su amigo parecía no darse cuenta de nada y seguía entonando como loco
cada estrofa. Era inteligente pero a veces le costaba darse cuenta de las
evidencias. Rosa aprovechó su entusiasmo para dar un saltito y abrazarse de su
cuello, así lo tenia más cerca. Andrés la recibió con alegría festiva. Ella le
miró a los ojos, que eran tan negros como la noche y le sonrió casi maligna. Él
le devolvió la mirada y estuvieron así durante un instante que pareció un
siglo. Rosa estaba a centímetros de conseguir su propósito cuando, de pronto,
sucedió lo inimaginable.
Uno de los focos que estaba sobre el escenario cayó
estrepitosamente sobre el altavoz más cercano al bajista. La explosión hizo
cundir el pánico, sumado a las llamas que empezaron a arder prendiendo el
cartel donde se anunciaba la actuación y un humo negro comenzó a impregnar cada
rincón del recinto.
Atropelladamente, alumnos y profesores, corrían desesperados
buscando la salida. Los músicos saltaron del escenario pretendiendo escapar por
la misma puerta que habían entrado al empezar, pero no podían, ya que el
conserje la había cerrado por fuera con la intención de evitar interrupciones
de gamberros graciosos que pudieran intentar hacer alguna de las suyas.
Rosa y Andrés se unieron a la multitud cubriéndose la boca y
la nariz con la camiseta, pero no había espacio libre para pasar. Una o dos
chicas yacían desmayadas en el suelo, la profesora de francés lloraba
histérica, no se veían las caras unos a otros y el gimnasio parecía hacerse
cada vez más pequeño. Estaban atrapados como ratas.
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